Ironwar: 25 años de un duelo de leyenda
Ironwar: 25 años de un duelo de leyenda
Ningún duelo como aquel en el mundo del triatlón. El que
enfrentó en Hawái en 1989 al vigente campeón –Dave Scott, el primer gran ídolo
que tuvo este deporte- y al eterno aspirante, Mark Allen, con el título Mundial
de Ironman en juego. El traspaso de poderes se produjo tras una batalla sin
cuartel, conocida como “Ironwar”. Es la carrera más recordada de la historia
del triatlón, de la que se cumplieron 25 años el pasado octubre. Así ocurrieron
las cosas.
Tras ocho horas de lucha a ritmos desbocados, al límite de
la resistencia, tan sólo 58 segundos separaron la derrota de la gloria. Un
margen muy estrecho. Pero eran 58 segundos que valían un reinado. Era Hawái.
Era el Campeonato del Mundo Ironman. Pero terminaría siendo mucho más que una
carrera, aunque los protagonistas igual no lo supieran la mañana del 14 de
octubre de 1989 cuando se preparaban en la orilla de la playa de Kailua-Kona.
Dave Scott, de 35 años, era seis veces campeón del mundo en
Hawái y el gran referente de las pruebas Ironman. Mark Allen, a sus 31 años,
era el eterno aspirante, un competidor voraz que había logrado victorias en
numerosos triatlones de prestigio en distancia olímpica, pero que parecía tener
alguna maldición en el Ironman de Hawái, la carrera que reunía a los
principales patrocinadores y a los mejores triatletas. Por aquel entonces, para
ser “alguien” en el triatlón había que destacar en Kona.
Ironwar: 25 años de un duelo de leyenda
Ningún duelo como aquel en el mundo del triatlón. El que
enfrentó en Hawái en 1989 al vigente campeón –Dave Scott, el primer gran ídolo
que tuvo este deporte- y al eterno aspirante, Mark Allen, con el título Mundial
de Ironman en juego. El traspaso de poderes se produjo tras una batalla sin
cuartel, conocida como “Ironwar”. Es la carrera más recordada de la historia
del triatlón, de la que se cumplieron 25 años el pasado octubre. Así ocurrieron
las cosas.
Tras ocho horas de lucha a ritmos desbocados, al límite de
la resistencia, tan sólo 58 segundos separaron la derrota de la gloria. Un
margen muy estrecho. Pero eran 58 segundos que valían un reinado. Era Hawái.
Era el Campeonato del Mundo Ironman. Pero terminaría siendo mucho más que una
carrera, aunque los protagonistas igual no lo supieran la mañana del 14 de
octubre de 1989 cuando se preparaban en la orilla de la playa de Kailua-Kona.
Dave Scott, de 35 años, era seis veces campeón del mundo en
Hawái y el gran referente de las pruebas Ironman. Mark Allen, a sus 31 años,
era el eterno aspirante, un competidor voraz que había logrado victorias en
numerosos triatlones de prestigio en distancia olímpica, pero que parecía tener
alguna maldición en el Ironman de Hawái, la carrera que reunía a los
principales patrocinadores y a los mejores triatletas. Por aquel entonces, para
ser “alguien” en el triatlón había que destacar en Kona.
Frank Shorter: vivir para correr
Durante casi una década fue el mejor en la distancia más
mítica del atletismo, con la medalla de oro en el maratón de los Juegos
Olímpicos de Munich´72 como momento cumbre de su carrera. Pero la historia le
tenía reservado, además, otro papel estelar: con sus triunfos y su carisma,
Frank Shorter fue uno de los artífices del “boom” del atletismo popular que se
vivió en los Estados Unidos a principios de los 70.
Quiso el destino que Frank Shorter viera la luz en la misma
ciudad que le diera gloria olímpica 24 años después. Un americano en Munich. Lo
de su nacimiento en tierras germanas - el 31 de octubre de 1947- fue casual, ya
que su padre se encontraba allí destinado como médico de las Fuerzas Armadas
estadounidenses. Lo de la gloria olímpica lo tuvo que trabajar más, y en ello
influyó un talento innato para los deportes, algo que demostró desde su época
escolar, un inmenso amor por el atletismo y, según sus propias palabras, “una
gran disciplina y una rutina consistente día tras día".
En Alemania pasó los primeros años de su vida antes de
establecerse definitivamente con su familia en Estados Unidos. En la
Universidad de Yale -donde se licenció en Psicología en 1969- destacó como uno
de los mejores fondistas del país, proclamándose el año de su graduación
campeón nacional universitario de los 10.000 metros. Seis años después, siendo
toda una celebridad del mundo del deporte, también se licenciaría en Derecho
por la Universidad de Florida, lo que habla a las claras de su espíritu
inquieto y fuerza de voluntad.
Durante casi una década fue el mejor en la distancia más
mítica del atletismo, con la medalla de oro en el maratón de los Juegos
Olímpicos de Munich´72 como momento cumbre de su carrera. Pero la historia le
tenía reservado, además, otro papel estelar: con sus triunfos y su carisma,
Frank Shorter fue uno de los artífices del “boom” del atletismo popular que se
vivió en los Estados Unidos a principios de los 70.
Quiso el destino que Frank Shorter viera la luz en la misma
ciudad que le diera gloria olímpica 24 años después. Un americano en Munich. Lo
de su nacimiento en tierras germanas - el 31 de octubre de 1947- fue casual, ya
que su padre se encontraba allí destinado como médico de las Fuerzas Armadas
estadounidenses. Lo de la gloria olímpica lo tuvo que trabajar más, y en ello
influyó un talento innato para los deportes, algo que demostró desde su época
escolar, un inmenso amor por el atletismo y, según sus propias palabras, “una
gran disciplina y una rutina consistente día tras día".
En Alemania pasó los primeros años de su vida antes de
establecerse definitivamente con su familia en Estados Unidos. En la
Universidad de Yale -donde se licenció en Psicología en 1969- destacó como uno
de los mejores fondistas del país, proclamándose el año de su graduación
campeón nacional universitario de los 10.000 metros. Seis años después, siendo
toda una celebridad del mundo del deporte, también se licenciaría en Derecho
por la Universidad de Florida, lo que habla a las claras de su espíritu
inquieto y fuerza de voluntad.
Steve Prefontaine: el atleta indomable
Un accidente de circulación acabó con la vida, en 1975, de uno de los grandes atletas del fondo mundial. Con tan sólo 24 años de edad, Steve Prefontaine –todo un ídolo por su coraje y determinación-, se encontraba en la cima de su popularidad, pero sus mejores años como deportista debían estar aún por llegar. Su prematura muerte le convirtió en una leyenda del atletismo.
“Mucha gente corre para ver quién es el más rápido. Yo corro para ver quién tiene más agallas” (Steve Prefontaine)
La noche del 30 de mayo de 1975 Steve Prefontaine acudió a una fiesta en la localidad de Eugene (Oregón, Estados Unidos). De regreso a casa, tras dejar a su amigo y gran maratoniano Frank Shorter, perdió el control de su MGB azul mientras conducía por Skyline Boulevard y chocó contra una roca. El coche volcó y el atleta quedó atrapado bajo él. Un vecino de la zona se acercó y le encontró aún con vida. Al ver que no podía sacarle, corrió a buscar ayuda; cuando regresó minutos después, el peso del coche había aplastado el pecho de Prefontaine.
Jamás se esclarecieron ciertas incógnitas que planearon sobre las circunstancias del accidente, como si había bebido o no alcohol, o si hubo un segundo coche implicado en el mismo (se llegó a decir que se salió de la carretera al intentar esquivar a otro vehículo que venía de frente). Sea como fuere, aquel accidente ponía fin a la vida de uno de los mejores corredores de fondo que jamás haya tenido los Estados Unidos; de hecho,llegó a poseer al mismo tiempo los récords nacionales en todas las distancias que van desde los 2.000 a los 10.000 metros, una hazaña jamás lograda antes ni después de él.
Un accidente de circulación acabó con la vida, en 1975, de uno de los grandes atletas del fondo mundial. Con tan sólo 24 años de edad, Steve Prefontaine –todo un ídolo por su coraje y determinación-, se encontraba en la cima de su popularidad, pero sus mejores años como deportista debían estar aún por llegar. Su prematura muerte le convirtió en una leyenda del atletismo.
“Mucha gente corre para ver quién es el más rápido. Yo corro para ver quién tiene más agallas” (Steve Prefontaine)
La noche del 30 de mayo de 1975 Steve Prefontaine acudió a una fiesta en la localidad de Eugene (Oregón, Estados Unidos). De regreso a casa, tras dejar a su amigo y gran maratoniano Frank Shorter, perdió el control de su MGB azul mientras conducía por Skyline Boulevard y chocó contra una roca. El coche volcó y el atleta quedó atrapado bajo él. Un vecino de la zona se acercó y le encontró aún con vida. Al ver que no podía sacarle, corrió a buscar ayuda; cuando regresó minutos después, el peso del coche había aplastado el pecho de Prefontaine.
Jamás se esclarecieron ciertas incógnitas que planearon sobre las circunstancias del accidente, como si había bebido o no alcohol, o si hubo un segundo coche implicado en el mismo (se llegó a decir que se salió de la carretera al intentar esquivar a otro vehículo que venía de frente). Sea como fuere, aquel accidente ponía fin a la vida de uno de los mejores corredores de fondo que jamás haya tenido los Estados Unidos; de hecho,llegó a poseer al mismo tiempo los récords nacionales en todas las distancias que van desde los 2.000 a los 10.000 metros, una hazaña jamás lograda antes ni después de él.
Boban Jankovic: el triste destino de un guerrero
Las alas del guerrero se quebraron de cuajo, con un golpe duro, seco, en uno de los accidentes más estúpidos y dramáticos de la historia del deporte. A partir de aquel momento, la vida de Slobodan “Boban” Jankovic cambió para siempre, atado a una silla de ruedas, inmóvil de cintura para abajo. Fallecería 17 años después, sin perder el orgullo que siempre exhibió en las canchas de baloncesto. “Soy un guerreo, no un mendigo”, solía decir. Como un guerrero vivió, todo coraje, y como tal murió, siendo un ídolo en Grecia y Serbia.
Aquel 28 de abril de 1993, el tiempo se paró de golpe para nuestro protagonista. Se jugaba el cuarto partido del playoff de semifinales de la liga griega entre el Panionios, su equipo, y el poderoso Panathinaikos. Faltaban seis minutos para el final de un encuentro igualado y tenso, vital para la resolución de la eliminatoria. 50-56 señalaba el marcador. En ese momento, en un ataque de los locales, Boban Jankovic corta por la zona y recibe el balón; tras botar, se levanta y encesta tras un contacto con su defensor. Pero los árbitros señalan personal en ataque y anulan la canasta; era además su quinta falta, lo que suponía la eliminación en tan trascendental momento. El alero serbio entró en cólera.
Su fuerte temperamento y su carácter ganador -características que tantas veces le habían ayudado en la vida, virtudes que le llevaron a lo más alto como jugador de baloncesto-, le jugaron aquel día una muy mala pasada.Desesperado y por pura rabia, propinó un cabezazo al soporte de la canasta, que debía estar acolchado. Pero no lo estaba suficientemente y Jankovic no controló su cólera. El golpe fue seco, brutal, y el jugador cayó en redondo, como un pelele, al suelo.
Las alas del guerrero se quebraron de cuajo, con un golpe duro, seco, en uno de los accidentes más estúpidos y dramáticos de la historia del deporte. A partir de aquel momento, la vida de Slobodan “Boban” Jankovic cambió para siempre, atado a una silla de ruedas, inmóvil de cintura para abajo. Fallecería 17 años después, sin perder el orgullo que siempre exhibió en las canchas de baloncesto. “Soy un guerreo, no un mendigo”, solía decir. Como un guerrero vivió, todo coraje, y como tal murió, siendo un ídolo en Grecia y Serbia.
Aquel 28 de abril de 1993, el tiempo se paró de golpe para nuestro protagonista. Se jugaba el cuarto partido del playoff de semifinales de la liga griega entre el Panionios, su equipo, y el poderoso Panathinaikos. Faltaban seis minutos para el final de un encuentro igualado y tenso, vital para la resolución de la eliminatoria. 50-56 señalaba el marcador. En ese momento, en un ataque de los locales, Boban Jankovic corta por la zona y recibe el balón; tras botar, se levanta y encesta tras un contacto con su defensor. Pero los árbitros señalan personal en ataque y anulan la canasta; era además su quinta falta, lo que suponía la eliminación en tan trascendental momento. El alero serbio entró en cólera.
Su fuerte temperamento y su carácter ganador -características que tantas veces le habían ayudado en la vida, virtudes que le llevaron a lo más alto como jugador de baloncesto-, le jugaron aquel día una muy mala pasada.Desesperado y por pura rabia, propinó un cabezazo al soporte de la canasta, que debía estar acolchado. Pero no lo estaba suficientemente y Jankovic no controló su cólera. El golpe fue seco, brutal, y el jugador cayó en redondo, como un pelele, al suelo.
Adiós al Gran Torino
Dicen quienes les vieron jugar que ha sido uno de los mejores equipos de fútbol de todos los tiempos. Pura magia; una máquina de ganar y golear en la década de los 40. Pero un accidente de avión acabó de golpe, en 1949, con Il Grande Torino. Aquí recordamos la historia y el trágico final de un equipo de leyenda que maravilló al planeta fútbol.
El partido amistoso se jugaba en homenaje a José Xico Ferreira, el eterno capitán del Benfica, quien había decidió colgar las botas. El rival elegido fue el Torino, considerado por aquel entonces el equipo más poderoso del mundo, una escuadra repleta de talento que no se hartaba de ganar títulos y coleccionar récords. Era el equipo maravilla; Il Grande Torino, como ya se le conocía. De vuelta de aquel encuentro en Lisboa, la tarde del 4 de mayo de 1949, el avión Fiat G212 CP que transportaba a los italianos se empotraba contra un muro de la parte posterior de la Basílica de Superga, en las inmediaciones de Turín.
Las crónicas de la época relatan que una gran tormenta azotaba la ciudad en el momento en que el avión iniciaba el descenso previo al aterrizaje; las nubes bajas, la escasa visibilidad y un error de navegación terminaron por conformar el escenario de la tragedia. El brutal impacto se cobró 31 víctimas mortales; 18 de ellas jugadores del equipo turinés, la plantilla prácticamente al completo. Además, encontraron la muerte en aquel avión cuatro directivos y entrenadores del club, tres de los mejores periodistas deportivos de la época, y la tripulación del avión al completo. No hubo supervivientes.
Dicen quienes les vieron jugar que ha sido uno de los mejores equipos de fútbol de todos los tiempos. Pura magia; una máquina de ganar y golear en la década de los 40. Pero un accidente de avión acabó de golpe, en 1949, con Il Grande Torino. Aquí recordamos la historia y el trágico final de un equipo de leyenda que maravilló al planeta fútbol.
El partido amistoso se jugaba en homenaje a José Xico Ferreira, el eterno capitán del Benfica, quien había decidió colgar las botas. El rival elegido fue el Torino, considerado por aquel entonces el equipo más poderoso del mundo, una escuadra repleta de talento que no se hartaba de ganar títulos y coleccionar récords. Era el equipo maravilla; Il Grande Torino, como ya se le conocía. De vuelta de aquel encuentro en Lisboa, la tarde del 4 de mayo de 1949, el avión Fiat G212 CP que transportaba a los italianos se empotraba contra un muro de la parte posterior de la Basílica de Superga, en las inmediaciones de Turín.
Las crónicas de la época relatan que una gran tormenta azotaba la ciudad en el momento en que el avión iniciaba el descenso previo al aterrizaje; las nubes bajas, la escasa visibilidad y un error de navegación terminaron por conformar el escenario de la tragedia. El brutal impacto se cobró 31 víctimas mortales; 18 de ellas jugadores del equipo turinés, la plantilla prácticamente al completo. Además, encontraron la muerte en aquel avión cuatro directivos y entrenadores del club, tres de los mejores periodistas deportivos de la época, y la tripulación del avión al completo. No hubo supervivientes.
Guerra Fría sobre el tablero
En el verano de 1972, sobre un tablero de 64 casillas, el norteamericano Bobby Fisher y el soviético Boris Spassky protagonizaron la batalla más peculiar de la Guerra Fría. El conocido como match del siglo fue uno de los enfrentamientos más emocionantes de la historia del ajedrez, lleno de tensión, nervios, amenazas y sorprendentes golpes de efectos. Una guerra psicológica en toda regla que trasladó a este deporte la extrema rivalidad que se vivía entre las dos grandes potencias mundiales.
A principios de los años 70 el mundo seguía dividido en dos grandes bandos (el occidental-capitalista y el oriental-comunista), liderados por sendos países que enfrentaban sus sistemas políticos, ideológicos, económicos, militares y sociales en busca de la hegemonía mundial. Y aunque las tensiones entre ambas superpotencias parecían algo más calmadas, la llamada Guerra Fría seguía plenamente vigente.
Toda la rivalidad de más de dos décadas entre Estados Unidos y la Unión Soviética se plasmaría en el verano de 1972 sobre un tablero de ajedrez, con el Mundial de este deporte en juego. La final enfrentaba a dos personalidades tan dispares como dispares eran las políticas e ideologías de sus países. Boris Spassky contra Bobby Fisher; el hombre tranquilo, educado y bohemio contra el genio indómito, caprichoso y lleno de excentricidades. Aquel enfrentamiento acapararía la atención de todo el mundo, y llevaría al ajedrez a una dimensión nunca antes conocida.
En el verano de 1972, sobre un tablero de 64 casillas, el norteamericano Bobby Fisher y el soviético Boris Spassky protagonizaron la batalla más peculiar de la Guerra Fría. El conocido como match del siglo fue uno de los enfrentamientos más emocionantes de la historia del ajedrez, lleno de tensión, nervios, amenazas y sorprendentes golpes de efectos. Una guerra psicológica en toda regla que trasladó a este deporte la extrema rivalidad que se vivía entre las dos grandes potencias mundiales.
A principios de los años 70 el mundo seguía dividido en dos grandes bandos (el occidental-capitalista y el oriental-comunista), liderados por sendos países que enfrentaban sus sistemas políticos, ideológicos, económicos, militares y sociales en busca de la hegemonía mundial. Y aunque las tensiones entre ambas superpotencias parecían algo más calmadas, la llamada Guerra Fría seguía plenamente vigente.
Toda la rivalidad de más de dos décadas entre Estados Unidos y la Unión Soviética se plasmaría en el verano de 1972 sobre un tablero de ajedrez, con el Mundial de este deporte en juego. La final enfrentaba a dos personalidades tan dispares como dispares eran las políticas e ideologías de sus países. Boris Spassky contra Bobby Fisher; el hombre tranquilo, educado y bohemio contra el genio indómito, caprichoso y lleno de excentricidades. Aquel enfrentamiento acapararía la atención de todo el mundo, y llevaría al ajedrez a una dimensión nunca antes conocida.
Honor, maratón y muerte
Una mañana más, como una rutina, bajaron a desayunar al comedor del centro de entrenamiento. De entre el grupo de atletas japoneses -concentrados para preparar los Juegos Olímpicos que nueve meses más tarde se disputarían en México D.F.-, alguien echó en falta a uno de sus compañeros, el maratoniano Kokichi Tsuburaya. Extrañados por el retraso fueron a buscarle a su habitación. Lo que encontraron al abrir la puerta lo recordarían el resto de sus vidas: sangre y muerte… y una nota manuscrita: “No puedo correr más”. Era un héroe nacional y representaba como nadie los valores de honor, orgullo y dignidad tan importantes para el pueblo japonés. Valores que le conducirían a un dramático final.
Japón se encontraba todavía cicatrizando las profundas heridas que había dejado la II Guerra Mundial cuando el Comité Olímpico Internacional designó a Tokio como sede de los Juegos Olímpicos de 1964. Desde aquel momento, los mejores deportistas japoneses empezaron a prepararse a conciencia para honrar a su país en los Juegos “de casa”. También nuestro protagonista, Kokichi Tsubaraya, nacido el 13 de mayo de 1940 en Sukagawa, en la región de Fukushima, miembro de la Fuerza Militar de Autodefensa, y consagrado ya por aquel entonces –pese a su juventud- como uno de los mejores fondistas del país del sol naciente.
Para Japón, aquel evento era mucho más que un desafío deportivo; era una oportunidad ideal para demostrar al mundo entero que podían organizar los mejores Juegos de la historia, y además, que sus deportistas serían capaces de competir de tú a tú con los mejores del planeta. Era, más que un objetivo, una cuestión de honor y de dignidad, valores sobre los que se ha cimentado, una y mil veces, la fortaleza del pueblo japonés.
Una mañana más, como una rutina, bajaron a desayunar al comedor del centro de entrenamiento. De entre el grupo de atletas japoneses -concentrados para preparar los Juegos Olímpicos que nueve meses más tarde se disputarían en México D.F.-, alguien echó en falta a uno de sus compañeros, el maratoniano Kokichi Tsuburaya. Extrañados por el retraso fueron a buscarle a su habitación. Lo que encontraron al abrir la puerta lo recordarían el resto de sus vidas: sangre y muerte… y una nota manuscrita: “No puedo correr más”. Era un héroe nacional y representaba como nadie los valores de honor, orgullo y dignidad tan importantes para el pueblo japonés. Valores que le conducirían a un dramático final.
Japón se encontraba todavía cicatrizando las profundas heridas que había dejado la II Guerra Mundial cuando el Comité Olímpico Internacional designó a Tokio como sede de los Juegos Olímpicos de 1964. Desde aquel momento, los mejores deportistas japoneses empezaron a prepararse a conciencia para honrar a su país en los Juegos “de casa”. También nuestro protagonista, Kokichi Tsubaraya, nacido el 13 de mayo de 1940 en Sukagawa, en la región de Fukushima, miembro de la Fuerza Militar de Autodefensa, y consagrado ya por aquel entonces –pese a su juventud- como uno de los mejores fondistas del país del sol naciente.
Para Japón, aquel evento era mucho más que un desafío deportivo; era una oportunidad ideal para demostrar al mundo entero que podían organizar los mejores Juegos de la historia, y además, que sus deportistas serían capaces de competir de tú a tú con los mejores del planeta. Era, más que un objetivo, una cuestión de honor y de dignidad, valores sobre los que se ha cimentado, una y mil veces, la fortaleza del pueblo japonés.
Ringo Bonavena: sin miedo a nada
Excéntrico, sincero, bromista, fanfarrón, carismático, un tanto infantil… Marcó una época en el mundo del boxeo con un estilo acorde a su personalidad: valiente, rotundo, sin dar nunca un paso atrás. Tenía ansia de gloria y eso le llevó a enfrentarse en 1970, con el título mundial en juego, al más grande entre los grandes, Muhammad Ali, en un combate ya histórico. Cinco años después, moría acribillado por el sicario de un mafioso en las inmediaciones de un prostíbulo en Reno (Nevada). Esta es la historia de la ascensión y caída de Oscar RingoBonavena, el hombre que no conocía la palabra miedo.
La pelea se presentaba desigual. David contra Goliat; el púgil más grande de la historia contra el entusiasta aspirante; Cassius Clay -conocido como Muhammad Ali tras su conversión al islamismo- contra Oscar RingoBonavena. Aquella noche del 7 de diciembre de 1970, el gélido ambiente exterior contrastaba con el calor que se vivía dentro del Madison Square Garden de Nueva York, el más majestuoso escenario que se podía imaginar para un combate que ponía en juego el título mundial de los pesos pesados. El argentino, fiel a su estilo, no dudó en provocar a su rival los días previos, retándole de manera descarada (“I Kill you!”), y llamándole gallina por no ir a la guerra (“Chicken, chicken, Vietnam”, le decía, pendenciero).
Con las apuestas 10 a 1 en su contra, Bonavena, todo pundonor, llegó a tumbar a Alí y soportó estoicamente 14 rounds en pie antes de ceder en el decimoquinto tras “una muestra de coraje pocas veces vista”, como admitiría, casi sin aliento, el más grande boxeador de todos los tiempos. Ringo le llevó al límite. Todavía se habla de aquel combate en el mundo del boxeo, un combate que paralizó el país argentino. Fue el momento cumbre de la carrera de nuestro protagonista, quien sin llegar a ser nunca campeón del mundo (le tocó enfrentarse a algunos de los más grandes de la historia en los pesos pesados: Muhammad Ali, Joe Frazier, Floyd Patterson, Jimmy Ellis…) dejó una profunda huella por su coraje, su peculiar personalidad, sus ocurrencias y excentricidades.
Excéntrico, sincero, bromista, fanfarrón, carismático, un tanto infantil… Marcó una época en el mundo del boxeo con un estilo acorde a su personalidad: valiente, rotundo, sin dar nunca un paso atrás. Tenía ansia de gloria y eso le llevó a enfrentarse en 1970, con el título mundial en juego, al más grande entre los grandes, Muhammad Ali, en un combate ya histórico. Cinco años después, moría acribillado por el sicario de un mafioso en las inmediaciones de un prostíbulo en Reno (Nevada). Esta es la historia de la ascensión y caída de Oscar RingoBonavena, el hombre que no conocía la palabra miedo.
La pelea se presentaba desigual. David contra Goliat; el púgil más grande de la historia contra el entusiasta aspirante; Cassius Clay -conocido como Muhammad Ali tras su conversión al islamismo- contra Oscar RingoBonavena. Aquella noche del 7 de diciembre de 1970, el gélido ambiente exterior contrastaba con el calor que se vivía dentro del Madison Square Garden de Nueva York, el más majestuoso escenario que se podía imaginar para un combate que ponía en juego el título mundial de los pesos pesados. El argentino, fiel a su estilo, no dudó en provocar a su rival los días previos, retándole de manera descarada (“I Kill you!”), y llamándole gallina por no ir a la guerra (“Chicken, chicken, Vietnam”, le decía, pendenciero).
Con las apuestas 10 a 1 en su contra, Bonavena, todo pundonor, llegó a tumbar a Alí y soportó estoicamente 14 rounds en pie antes de ceder en el decimoquinto tras “una muestra de coraje pocas veces vista”, como admitiría, casi sin aliento, el más grande boxeador de todos los tiempos. Ringo le llevó al límite. Todavía se habla de aquel combate en el mundo del boxeo, un combate que paralizó el país argentino. Fue el momento cumbre de la carrera de nuestro protagonista, quien sin llegar a ser nunca campeón del mundo (le tocó enfrentarse a algunos de los más grandes de la historia en los pesos pesados: Muhammad Ali, Joe Frazier, Floyd Patterson, Jimmy Ellis…) dejó una profunda huella por su coraje, su peculiar personalidad, sus ocurrencias y excentricidades.
La masacre de Munich
Aquellas horas de septiembre de 1972 marcaron para siempre los Juegos de Munich y la historia del olimpismo. El secuestro y posterior asesinato de once deportistas israelíes a manos de un comando de terroristas palestinos ha sido uno de los episodios más terribles que haya vivido jamás el mundo del deporte. Lo que sigue es el relato de unos hechos que conmocionaron al mundo y que propiciaron una espiral de violencia y dolor que duró años.
La decisión se había tomado en la primavera de 1966: Munich organizaría los Juegos Olímpicos de verano de 1972 tras derrotar con claridad en la votación final a Detroit, Montreal y Madrid. 36 años después de que Berlín fuera sede de unos Juegos instrumentalizados por el régimen nazi, el movimiento olímpico volvía a Alemania. El sábado 26 de agosto tuvo lugar la ceremonia de inauguración en el espectacular estadio olímpico -cubierto en sus dos terceras partes por una cúpula transparente de entramado metálico-, uno de los grandes atractivos de aquellos Juegos y el máximo exponente de la capacidad organizativa de los alemanes. Aquella edición de 1972 iba a batir el récord de participación olímpica: 7.134 deportistas –de ellos, 1.059 mujeres- representando a 121 países.
Los primeros días de competición transcurrieron con normalidad y sin sobresaltos extradeportivos. Fueron días marcados por el vibrante triunfo del finlandés Lasse Viren en los 10.000 metros de atletismo (ganó y batió el récord del mundo, pese a haber quedado descolgado a mitad de carrera por una caída), pero sobre todo por la impresionante exhibición de Mark Spitz, quien conquistaría siete medallas de oro. Precisamente, al día siguiente de que el nadador norteamericano lograra su séptima y última presea, sucedieron los hechos que conmocionaron al mundo entero.
Aquellas horas de septiembre de 1972 marcaron para siempre los Juegos de Munich y la historia del olimpismo. El secuestro y posterior asesinato de once deportistas israelíes a manos de un comando de terroristas palestinos ha sido uno de los episodios más terribles que haya vivido jamás el mundo del deporte. Lo que sigue es el relato de unos hechos que conmocionaron al mundo y que propiciaron una espiral de violencia y dolor que duró años.
La decisión se había tomado en la primavera de 1966: Munich organizaría los Juegos Olímpicos de verano de 1972 tras derrotar con claridad en la votación final a Detroit, Montreal y Madrid. 36 años después de que Berlín fuera sede de unos Juegos instrumentalizados por el régimen nazi, el movimiento olímpico volvía a Alemania. El sábado 26 de agosto tuvo lugar la ceremonia de inauguración en el espectacular estadio olímpico -cubierto en sus dos terceras partes por una cúpula transparente de entramado metálico-, uno de los grandes atractivos de aquellos Juegos y el máximo exponente de la capacidad organizativa de los alemanes. Aquella edición de 1972 iba a batir el récord de participación olímpica: 7.134 deportistas –de ellos, 1.059 mujeres- representando a 121 países.
Los primeros días de competición transcurrieron con normalidad y sin sobresaltos extradeportivos. Fueron días marcados por el vibrante triunfo del finlandés Lasse Viren en los 10.000 metros de atletismo (ganó y batió el récord del mundo, pese a haber quedado descolgado a mitad de carrera por una caída), pero sobre todo por la impresionante exhibición de Mark Spitz, quien conquistaría siete medallas de oro. Precisamente, al día siguiente de que el nadador norteamericano lograra su séptima y última presea, sucedieron los hechos que conmocionaron al mundo entero.
Terrible destino, terrible final, el de este humilde ciclista, hijo del hambre, que emigró a Francia en busca de gloria y murió en un hospital doce días después de haber sido encontrado tirado, inconsciente, al borde un viñedo, con el cráneo destrozado y varios huesos rotos. Se habló de accidente, de su oposición al régimen de Mussolini, de que un campesino creyó que le estaba robando sus uvas, incluso de un crimen pasional. Ocho décadas después, el misterio de su muerte sigue abierto.
De carácter reservado, introvertido, taciturno, casi podríamos decir que tan misterioso como el final que tuvo, Ottavio Bottecchia fue el primer gran campeón del ciclismo italiano, precursor de ídolos inolvidables como Gino Bartali o Fausto Coppi. Para su desgracia, la situación política que vivía el país transalpino en la década de 1920 –en clara contraposición con sus ideas izquierdistas- le impidió ser profeta en su tierra, logrando casi todos sus triunfos en la vecina Francia.
Terrible destino, terrible final, el de este humilde ciclista, hijo del hambre, que emigró a Francia en busca de gloria y murió en un hospital doce días después de haber sido encontrado tirado, inconsciente, al borde un viñedo, con el cráneo destrozado y varios huesos rotos. Se habló de accidente, de su oposición al régimen de Mussolini, de que un campesino creyó que le estaba robando sus uvas, incluso de un crimen pasional. Ocho décadas después, el misterio de su muerte sigue abierto.
De carácter reservado, introvertido, taciturno, casi podríamos decir que tan misterioso como el final que tuvo, Ottavio Bottecchia fue el primer gran campeón del ciclismo italiano, precursor de ídolos inolvidables como Gino Bartali o Fausto Coppi. Para su desgracia, la situación política que vivía el país transalpino en la década de 1920 –en clara contraposición con sus ideas izquierdistas- le impidió ser profeta en su tierra, logrando casi todos sus triunfos en la vecina Francia.
Atleta frío, sobrio y de estilo elegante, Viren ha pasado a la historia como el único capaz de lograr en dos ocasiones el doblete olímpico en 5.000 y 10.000 metros, algo que consiguió en Munich´72 y Montreal´76. Otros grandes campeones, como Hannes Kolehmainen en 1912, Emil Zatopek en 1952, Vladimir Kuts en 1956 o Kenenisa Bekele en 2008, han conseguido este mismo doblete en unos Juegos, pero ninguno de ellos lo ha podido repetir. Después de conocer este dato, sorprende echar un vistazo a su palmarés, en el que “sólo” encontramos estas cuatro medallas de oro olímpicas…. y una medalla de bronce en los Campeonatos de Europa de 1974. Sin duda, un caso excepcional.
Lasse Viren era un chico de campo con raíces fuertemente asentadas en Myrskylä, un pequeño pueblo de Finlandia rodeado de bosques, lagos, extensas praderas y empinadas colinas, donde nació el 22 de julio de 1949, donde creció y donde ha residido toda su vida. De pequeño practicaba esquí de fondo (llegó a ganar varias carreras infantiles), pero pronto se decantó por el atletismo, deporte por el que lo dejó todo. Siendo un adolescente abandonó sus estudios de mecánica para entrenar más, y ya por aquel entonces daba muestras de una fuerza de voluntad y una disciplina inquebrantables. Desde el principio se decantó por las pruebas de fondo, distinguiéndose por sus extraordinarios finales de carrera.
Suzanne Lenglen: con ella llegó el escándalo
Fue la primera gran celebridad del tenis femenino, cuyo circuito dominó con autoridad en los años veinte. Pero si por algo destacó la francesa Suzanne Lenglen fue por su arrolladora personalidad, por su atrevida vestimenta en las pistas, o por costumbres inauditas para la época como dar algún traguito de coñac durante los partidos. Siempre rodeada de polémica, La Divina vivió intensamente, se retiró joven y murió de forma prematura. Esta es la historia de una de las más grandes pioneras del deporte femenino.
Atleta frío, sobrio y de estilo elegante, Viren ha pasado a la historia como el único capaz de lograr en dos ocasiones el doblete olímpico en 5.000 y 10.000 metros, algo que consiguió en Munich´72 y Montreal´76. Otros grandes campeones, como Hannes Kolehmainen en 1912, Emil Zatopek en 1952, Vladimir Kuts en 1956 o Kenenisa Bekele en 2008, han conseguido este mismo doblete en unos Juegos, pero ninguno de ellos lo ha podido repetir. Después de conocer este dato, sorprende echar un vistazo a su palmarés, en el que “sólo” encontramos estas cuatro medallas de oro olímpicas…. y una medalla de bronce en los Campeonatos de Europa de 1974. Sin duda, un caso excepcional.
Lasse Viren era un chico de campo con raíces fuertemente asentadas en Myrskylä, un pequeño pueblo de Finlandia rodeado de bosques, lagos, extensas praderas y empinadas colinas, donde nació el 22 de julio de 1949, donde creció y donde ha residido toda su vida. De pequeño practicaba esquí de fondo (llegó a ganar varias carreras infantiles), pero pronto se decantó por el atletismo, deporte por el que lo dejó todo. Siendo un adolescente abandonó sus estudios de mecánica para entrenar más, y ya por aquel entonces daba muestras de una fuerza de voluntad y una disciplina inquebrantables. Desde el principio se decantó por las pruebas de fondo, distinguiéndose por sus extraordinarios finales de carrera.
Suzanne Lenglen: con ella llegó el escándalo
Fue la primera gran celebridad del tenis femenino, cuyo circuito dominó con autoridad en los años veinte. Pero si por algo destacó la francesa Suzanne Lenglen fue por su arrolladora personalidad, por su atrevida vestimenta en las pistas, o por costumbres inauditas para la época como dar algún traguito de coñac durante los partidos. Siempre rodeada de polémica, La Divina vivió intensamente, se retiró joven y murió de forma prematura. Esta es la historia de una de las más grandes pioneras del deporte femenino.
Entre 1919 y 1926 resultó prácticamente invencible con una raqueta en las manos. En estos años gana seis veces Wimbledon y en otras seis ocasiones el Campeonato de Francia (actual Roland Garros). En total, 81 títulos individuales, 73 de dobles y ocho de dobles mixtos, además de colgarse tres medallas olímpicas (dos de oro) y de firmar una serie histórica de 171 victorias consecutivas. Pero más allá de sus éxitos deportivos y su elegante estilo de juego, se convierte en toda una celebridad por su glamour, su vida privada y unas costumbres revolucionarias para la época. Su influencia fue mucho más allá del mundo del deporte, convirtiéndose en referente para muchas mujeres.
En 1919 pasó por el torneo de Wimbledon como un auténtico ciclón. El público del All England Tennis Club -tradicional y conservador en su mayoría- se mostró entre sorprendido y escandalizado cuando en su primer partido la vio aparecer con una cinta de tul en la cabeza y un vestido que dejaba al descubierto sus antebrazos y pantorrillas. Lo hacía, según explicaba ella misma, por comodidad y estética, pero la sociedad no estaba aún preparada para aquella vestimenta tan “atrevida”. Por entonces, las tenistas llevaban el recato hasta el extremo, jugando con vestidos que cubrían casi todo el cuerpo.
Hugo Koblet: el ciclista con encanto
Vivió rápido, murió joven y dejó un bonito cadáver. Apuesto y elegante, todo un caballero, el suizo Hugo Koblet era pura clase sobre la bicicleta, un genio que dejó su talento a cuentagotas. Ganó un Giro y un Tour, y dos años después se arrastraba por las carreteras debido a una enfermedad venérea que debilitó su organismo. Con sólo 39 años murió victima de un misterioso accidente de circulación al empotrar su coche contra un árbol. Esta es la curiosa historia del dandy que quiso ser ciclista.
Entre 1919 y 1926 resultó prácticamente invencible con una raqueta en las manos. En estos años gana seis veces Wimbledon y en otras seis ocasiones el Campeonato de Francia (actual Roland Garros). En total, 81 títulos individuales, 73 de dobles y ocho de dobles mixtos, además de colgarse tres medallas olímpicas (dos de oro) y de firmar una serie histórica de 171 victorias consecutivas. Pero más allá de sus éxitos deportivos y su elegante estilo de juego, se convierte en toda una celebridad por su glamour, su vida privada y unas costumbres revolucionarias para la época. Su influencia fue mucho más allá del mundo del deporte, convirtiéndose en referente para muchas mujeres.
En 1919 pasó por el torneo de Wimbledon como un auténtico ciclón. El público del All England Tennis Club -tradicional y conservador en su mayoría- se mostró entre sorprendido y escandalizado cuando en su primer partido la vio aparecer con una cinta de tul en la cabeza y un vestido que dejaba al descubierto sus antebrazos y pantorrillas. Lo hacía, según explicaba ella misma, por comodidad y estética, pero la sociedad no estaba aún preparada para aquella vestimenta tan “atrevida”. Por entonces, las tenistas llevaban el recato hasta el extremo, jugando con vestidos que cubrían casi todo el cuerpo.
Vivió rápido, murió joven y dejó un bonito cadáver. Apuesto y elegante, todo un caballero, el suizo Hugo Koblet era pura clase sobre la bicicleta, un genio que dejó su talento a cuentagotas. Ganó un Giro y un Tour, y dos años después se arrastraba por las carreteras debido a una enfermedad venérea que debilitó su organismo. Con sólo 39 años murió victima de un misterioso accidente de circulación al empotrar su coche contra un árbol. Esta es la curiosa historia del dandy que quiso ser ciclista.
Por las calles de Agen, ya en la recta de llegada, repitió su ritual de la victoria. Saca una esponja húmeda y un peine del bolsillo, se lava la cara, se peina con esmero y cruza la meta brazos en alto. Impecable, como siempre. Entonces frena la bicicleta, coge un cronómetro, lo pone en marcha y se sienta a esperar al pelotón. Llegaría, con todos los favoritos de aquel Tour de Francia, dos minutos y 25 segundos después. Una vez más, el ritual del peine y la esponja de Hugo Koblet, el gentleman de descomunal potencia sobre la bicicleta. Pero esta victoria no fue una más de las muchas –setenta- que consiguiera en sus trece temporadas como profesional. Acababa de consumar su obra maestra; una de las más bellas gestas de la historia del ciclismo. La victoria de la locura sobre la razón; la victoria del orgullo sobre el miedo. LA VICTORIA, con mayúsculas.
Y en ese momento de éxtasis no se olvidó de sacar el peine y acicalarse. Esa es la imagen. La imagen que resume toda una vida de grandes éxitos y sonados reveses. La imagen que retrata, como ninguna otra, el carácter de un hombre tan genial como complejo. Un volcán siempre a punto de estallar… Y estalló, de una manera sorprendente, el domingo 15 de julio de 1951. Y estalló en una etapa en apariencia de transición (Brive-Agen, 177 km), sin grandes dificultades montañosas, y que tuvo una curiosa intrahistoria que no se conocería hasta años después.
El ángel que voló sobre el infierno
De niño vivió en una pequeña cabaña en un ambiente gélido, alimentándose a base de verduras y pescado seco, y siendo un adolescente tuvo que trabajar repartiendo mercancía para ganarse la vida. Así empezó a forjar una resistencia y espíritu inquebrantable que le llevarían a ser un mito del atletismo. Paavo Nurmi fue un adelantado a su tiempo en materia de entrenamiento y el máximo representante de una generación de atletas finlandeses que marcó época. Logró doce medallas olímpicas -nueve de oro- en la década de los 20, y siempre será recordado por aquel día en que, sobre el infierno de las calles de París, voló como un ángel.
Por las calles de Agen, ya en la recta de llegada, repitió su ritual de la victoria. Saca una esponja húmeda y un peine del bolsillo, se lava la cara, se peina con esmero y cruza la meta brazos en alto. Impecable, como siempre. Entonces frena la bicicleta, coge un cronómetro, lo pone en marcha y se sienta a esperar al pelotón. Llegaría, con todos los favoritos de aquel Tour de Francia, dos minutos y 25 segundos después. Una vez más, el ritual del peine y la esponja de Hugo Koblet, el gentleman de descomunal potencia sobre la bicicleta. Pero esta victoria no fue una más de las muchas –setenta- que consiguiera en sus trece temporadas como profesional. Acababa de consumar su obra maestra; una de las más bellas gestas de la historia del ciclismo. La victoria de la locura sobre la razón; la victoria del orgullo sobre el miedo. LA VICTORIA, con mayúsculas.
Y en ese momento de éxtasis no se olvidó de sacar el peine y acicalarse. Esa es la imagen. La imagen que resume toda una vida de grandes éxitos y sonados reveses. La imagen que retrata, como ninguna otra, el carácter de un hombre tan genial como complejo. Un volcán siempre a punto de estallar… Y estalló, de una manera sorprendente, el domingo 15 de julio de 1951. Y estalló en una etapa en apariencia de transición (Brive-Agen, 177 km), sin grandes dificultades montañosas, y que tuvo una curiosa intrahistoria que no se conocería hasta años después.
De niño vivió en una pequeña cabaña en un ambiente gélido, alimentándose a base de verduras y pescado seco, y siendo un adolescente tuvo que trabajar repartiendo mercancía para ganarse la vida. Así empezó a forjar una resistencia y espíritu inquebrantable que le llevarían a ser un mito del atletismo. Paavo Nurmi fue un adelantado a su tiempo en materia de entrenamiento y el máximo representante de una generación de atletas finlandeses que marcó época. Logró doce medallas olímpicas -nueve de oro- en la década de los 20, y siempre será recordado por aquel día en que, sobre el infierno de las calles de París, voló como un ángel.
Paavo Nurmi, el atleta insaciable, es uno de los grandes mitos del deporte olímpico; no en vano, acumula la friolera de doce medallas (nueve de oro) en los tres Juegos en los que participó (Amberes 1920, París 1924 y Ámsterdam 1928). De carácter frío y reservado, su forma de correr era impactante: seguro, implacable, sin aparentes síntomas de fatiga... Durante años fue un atleta casi invencible.
Fue en la capital francesa, en los Juegos Olímpicos de 1924, donde el finlandés volador asombrara al mundo entero logrando cinco medallas de oro en siete días. El 10 de julio, en el estadio de Colombes, firmó una de las grandes hazañas de la historia del atletismo, al vencer –en un margen de tiempo de apenas una hora- en las finales de 1.500 y 5.000 metros, con sendos récords olímpicos.
El futbolista que desafió al nazismo
Considerado el mejor futbolista austriaco de todos los tiempos, Matthias Sindelar lideró la potente selección de su país en la década de los 30. Conocido como el Mozart del fútbol por su genialidad con el balón en los pies, pasaría a la leyenda por hacer frente a uno de los mayores tiranos de la historia, Adolf Hitler. Vivió para el fútbol y cayó en desgracia por su resistencia al totalitario régimen nazi. Siete décadas después de su muerte las causas de la misma siguen siendo un misterio, dando pábulo a todo tipo de teorías. Su historia representa como pocas la dignidad llevada al mundo del deporte.
Paavo Nurmi, el atleta insaciable, es uno de los grandes mitos del deporte olímpico; no en vano, acumula la friolera de doce medallas (nueve de oro) en los tres Juegos en los que participó (Amberes 1920, París 1924 y Ámsterdam 1928). De carácter frío y reservado, su forma de correr era impactante: seguro, implacable, sin aparentes síntomas de fatiga... Durante años fue un atleta casi invencible.
Fue en la capital francesa, en los Juegos Olímpicos de 1924, donde el finlandés volador asombrara al mundo entero logrando cinco medallas de oro en siete días. El 10 de julio, en el estadio de Colombes, firmó una de las grandes hazañas de la historia del atletismo, al vencer –en un margen de tiempo de apenas una hora- en las finales de 1.500 y 5.000 metros, con sendos récords olímpicos.
El futbolista que desafió al nazismo
Considerado el mejor futbolista austriaco de todos los tiempos, Matthias Sindelar lideró la potente selección de su país en la década de los 30. Conocido como el Mozart del fútbol por su genialidad con el balón en los pies, pasaría a la leyenda por hacer frente a uno de los mayores tiranos de la historia, Adolf Hitler. Vivió para el fútbol y cayó en desgracia por su resistencia al totalitario régimen nazi. Siete décadas después de su muerte las causas de la misma siguen siendo un misterio, dando pábulo a todo tipo de teorías. Su historia representa como pocas la dignidad llevada al mundo del deporte.
En la década de los 30 no había en el fútbol europeo una selección como la de Austria, conocida como el Wunderteam, el equipo maravilla. Practicaba un juego de toque y fantasía que maravilló al planeta fútbol a base de espectáculo y resultados de escándalo, como un 8-1 sobre Suiza, un 8-2 a Hungría, un 0-5 a Escocia en Glasgow, o sendas goleadas a la selección alemana (5-0 en Viena y 0-6 en Berlín). También lo hicieron una tarde de 1932 en Standford Bridge, cuando a punto estuvieron de lograr lo que nunca nadie antes había logrado: ganar a Inglaterra en su campo. Pese a perder 4-3, los periódicos ingleses reconocieron la superioridad austriaca y se rindieron a su fútbol de vanguardia.
Y entre todos los jugadores de este formidable conjunto destacaba su capitán y estrella, Matthias Sindelar, el Mozart del fútbol, un delantero centro atípico. Alto, delgado, de rostro afilado y mirada triste, era un peligro constante para los rivales, y no sólo por sus numerosos goles sino también por su control del balón, rapidez, habilidad extrema para driblar, por sus extraordinarios pases… Tenía genio en los pies. Además, fue precursor de un estilo de delanteros todoterreno que podían retrasarse al centro del campo sin perder efectividad, como luego lo serían el húngaro Hidegkuti o Alfredo Di Stéfano. Sindelar era una estrella mayúscula en aquella época y el gran fenómeno del fútbol europeo de los años 30.
En la década de los 30 no había en el fútbol europeo una selección como la de Austria, conocida como el Wunderteam, el equipo maravilla. Practicaba un juego de toque y fantasía que maravilló al planeta fútbol a base de espectáculo y resultados de escándalo, como un 8-1 sobre Suiza, un 8-2 a Hungría, un 0-5 a Escocia en Glasgow, o sendas goleadas a la selección alemana (5-0 en Viena y 0-6 en Berlín). También lo hicieron una tarde de 1932 en Standford Bridge, cuando a punto estuvieron de lograr lo que nunca nadie antes había logrado: ganar a Inglaterra en su campo. Pese a perder 4-3, los periódicos ingleses reconocieron la superioridad austriaca y se rindieron a su fútbol de vanguardia.
Y entre todos los jugadores de este formidable conjunto destacaba su capitán y estrella, Matthias Sindelar, el Mozart del fútbol, un delantero centro atípico. Alto, delgado, de rostro afilado y mirada triste, era un peligro constante para los rivales, y no sólo por sus numerosos goles sino también por su control del balón, rapidez, habilidad extrema para driblar, por sus extraordinarios pases… Tenía genio en los pies. Además, fue precursor de un estilo de delanteros todoterreno que podían retrasarse al centro del campo sin perder efectividad, como luego lo serían el húngaro Hidegkuti o Alfredo Di Stéfano. Sindelar era una estrella mayúscula en aquella época y el gran fenómeno del fútbol europeo de los años 30.
Hijo de marinero, Vicente Blanco Echevarría (Deusto, 1884) trabajó desde los 13 años en un barco, primero como pinche de cocina y más tarde como palero en la sala de máquinas. Allí, paleando carbón y aguantando condiciones extremas de calor, se forjó un físico duro y una alta resistencia al sufrimiento. Cuando desembarcaba en los puertos extranjeros quedaba deslumbrado viendo las primeras bicicletas, y siempre que le resultaba posible alquilaba una para dar un paseo. Así se fueron construyendo sus sueños de convertirse en un campeón del ciclismo.
Buscando un futuro más próspero dejó el mar para empezar a trabajar en la industria metalúrgica. Pero allí, más que la prosperidad encontró la desgracia en forma de dos graves accidentes. Con apenas 20 años, trabajando para “La Basconia”, una barra de metal incandescente le atravesó el pie izquierdo, destrozándoselo casi por completo. Dos años después, desempeñándose en los astilleros Euskalduna, los engranajes de una máquina le atraparon el pie derecho, sufriendo la amputación de sus cinco dedos.
Hijo de marinero, Vicente Blanco Echevarría (Deusto, 1884) trabajó desde los 13 años en un barco, primero como pinche de cocina y más tarde como palero en la sala de máquinas. Allí, paleando carbón y aguantando condiciones extremas de calor, se forjó un físico duro y una alta resistencia al sufrimiento. Cuando desembarcaba en los puertos extranjeros quedaba deslumbrado viendo las primeras bicicletas, y siempre que le resultaba posible alquilaba una para dar un paseo. Así se fueron construyendo sus sueños de convertirse en un campeón del ciclismo.
Buscando un futuro más próspero dejó el mar para empezar a trabajar en la industria metalúrgica. Pero allí, más que la prosperidad encontró la desgracia en forma de dos graves accidentes. Con apenas 20 años, trabajando para “La Basconia”, una barra de metal incandescente le atravesó el pie izquierdo, destrozándoselo casi por completo. Dos años después, desempeñándose en los astilleros Euskalduna, los engranajes de una máquina le atraparon el pie derecho, sufriendo la amputación de sus cinco dedos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario